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Daniel Zamora: Ironía suprema

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Cuando yo era un tierno infante gafotas con problemas de adaptación social que se veía a sí mismo como la versión parvularia de Peter Parker —aunque mis facultades arácnidas se redujeran a expeler una sustancia más viscosa y pegajosa que las redes de Spidey—, los tebeos eran una lectura dirigida exclusivamente a los niños empollones y a los adolescentes inmaduros. A un respetable cabeza de familia con bigote y Talbot Simca ni se le ocurría  perder el tiempo con los insípidos monólogos de Tintin, los defectos lingüísticos de La Masa, los recurrentes gags de Mortadelo y las obvias deducciones de Batman. No se concebía en aquellos maravillosos años postdictatoriales un cómic digno de tal nombre destinado a exquisitos paladares adultos, salvo aquel tipo de historietas de terror, fantasía y anticipación científica convertidas, por su abundante oferta de exuberantes zagalas semidesnudas, en un pretexto idóneo para entregarse al onanismo. O aquellas sucesiones de chistes ilustrados que no iban más allá de la sátira política más ramplona o del costumbrismo picante más rijoso. Aún menos se le pasaba por la cabeza a nadie, en esas fechas de indigencia editorial y nulo esmero por el entretenimiento prepúber, la posibilidad de encontrar en el quiosco habitual un cómic protagonizado por Superman que, respetando escrupulosamente las convenciones genéricas, la predisposición infantil a asombrarse de las maravillas y las restricciones mojigatas de la Liga por la Decencia y las Buenas Costumbres de las Inflexibles Madres Castradoras, fuera al mismo tiempo una publicación para adultos, es decir, para frustradas personas endeudables, que éstas pudieran leer con orgullo y provecho sin necesidad de camuflarlo entre las hojas de una prestigiosa revista pornográfica. Esta aparente imposibilidad conceptual es la que hizo realidad en los años noventa el siempre atrevido Alan Moore al convertir un simple encargo alimenticio con miserables expectativas de lucimiento en una brillante y profunda renovación de un tal Supreme, un vulgar plagio hiperviolento de Superman pasado de vueltas y de esteroides.

Alan Moore, como sabe todo treintañero que aún simule con la voz el zumbido de un sable láser, es ese inglés barbudo y extravagante con pinta de mago medieval o de flautista de Jethro Tull que desde hace años es reconocido como el guionista más ingenioso, imaginativo y respetuoso con la inextricable tradición de los justicieros superdotados y sin sentido del ridículo, aunque también haya abordado con éxito otros subgéneros juveniles igual de absurdos. En la densa y compleja miniserie Watchmen, su obra más conocida y lograda, en la que narra la misteriosa conspiración que tiene lugar en una degenerada ucronía, en la que la aversión y desconfianza ciudadanas han hecho del protector heroico un marginado indeseable, llevó el realismo sucio, la intriga geopolítica y la técnica del leitmotiv simbólico al comic book con el propósito de acometer un desmontaje sistemático de los superhéroes y una elevación literaria del subgénero. A través del sesudo análisis de un estrambótico grupo de aventureros demodés y justicieros sin poderes, compuesto por unos complejos individuos con las mismas debilidades, dobleces y bajezas que cualquier hijo de vecino, integrado por grotescas y turbias versiones de ciertos arquetipos superheroicos (como el todopoderoso y trascendente semidios, el agente gubernamental clandestino, el genio megalómano con ínfulas mesiánicas, el intransigente castigador callejero, el reaccionario paladín patriótico, el nocturno inventor de gadgets…) pasados por la trituradora patológica del sadismo, la psicopatía, el narcisismo, el autismo, la paranoia y el infantilismo, todo ello sostenido por el emocionante pulso narrativo del escritor, sacudió y derribó las trasnochadas certezas y las infecundas inercias con que aún se seguían produciendo los acartonados comics de la época. Esta humanización debilitadora del héroe coincidió con la análoga empresa deshonradora de Frank Miller con su sombría recreación de un Batman agrio y fascistoide, de un detective nocturno tan cansado, decadente y amoral como la corrupta civilización preapocalíptica que le rodea asfixiantemente, representado como un cincuentón retirado y furioso, inadaptado a los nuevos tiempos, que renace a la acción con el salvajismo y la sed de venganza de una bestia herida y perseguida. Pese a la ambigüedad y la violencia del personaje y a pesar del lamentable estado geriátrico de sus enemigos —que regresan a la acción como si despertaran de su letargo atraídos naturalmente por la postrera irrupción del héroe—, Miller consiguió devolver al envejecido campeón el aura legendaria que le había abandonado y confirió un hermoso tono épico-elegíaco a sus últimas hazañas.

El revolucionario procedimiento seguido por los dos autores y que probablemente resulte más enfático en el caso de Moore, consistió en inaugurar una relectura postmoderna, es decir, irónica y paródicamente distanciada, de los modelos que de forma consciente se propusieron repensar y revitalizar desde el punto de vista de un filósofo de la sospecha. Tras esta deconstrucción ochentera y oxigenadora —pero también repleta de potenciales peligros— de la figura del héroe popular de consumo, el género pareció entrar en un callejón sin salida en el que cada vez brotaban parodias más cómodas, superfluas y solipsistas de estas parodias originales, convertidas ahora en clichés cansinos y en fórmulas comerciales sin capacidad regeneradora. El universo superheroico ya no podía ser igual que antes del giro nihilista, que reconvirtió al héroe  clásico en un cínico introvertido, lacónico, contundente y poco de fiar y que amargó, desorientó, desanimó y atormentó las almas que hasta entonces habían sido puras, diáfanas, equilibradas, resueltas, nobles e inocentes. Pero tampoco le estaba permitido seguir transitando por esa estéril senda redundante que sólo conducía a la irrisoria autodestrucción de las fuerzas del bien. Cómo mantener la ineludible distancia postmoderna sin disolver las más valiosas cualidades positivas del subgénero fue el dilema esencial al que se enfrentaron y respondieron los más valientes y talentosos maestros del ramo, los autores que en los últimos años han escrito títulos tan señeros como Astro City, Marvels, The new frontier, The Authority, Planetary, Hitman, Tom Strong, Top 10 y La liga de los hombres extraordinarios, por citar únicamente las obras que han demostrado ser más sólidas y  redondas.

El Supreme de Moore es una más de estas exitosas tentativas de superación del colapso escéptico. Se trata de un puro y delicioso divertimento que esconde, bajo su juguetona y ligera apariencia, un complejo entramado metagenérico que llevará a los aficionados más veteranos, como todas estas obras citadas que vuelven a creer críticamente en los prodigios, a alcanzar intensas cotas de un recobrado placer infantil sin exigirles moderación alguna del potencial de su intelecto ni suspensión provisional de sus conocimientos. El proyecto se funda en el inofensivo propósito inicial del autor de limitarse en exclusiva a su propio disfrute despreocupado y al puro regocijo del lector avezado. Para salvar desde el presente este gozo escapista perdido o degradado, imagina una historia actual de Superman a la manera en que se hacía en la encantadora Edad de Plata, cuando incluso la idea más disparatada encontraba cabida en unas viñetas impregnadas de un arrebatador espíritu desenfadado; pero agregando a esta tarea nostálgica la importante novedad que supone interponer entre las antiguas y las nuevas formas de expresión la imprescindible mediación cultural, historicista, comparatista y superconsciente propia de una mirada contemporánea. Moore convoca en sus páginas al gran icono superheroico por excelencia, el noble grandullón invulnerable y todopoderoso, al que sólo le afecta una extraña y fantástica sustancia que se encuentra en pequeñas dosis en el universo, junto a la estrafalaria comitiva y el pasmoso atrezzo que le han acompañado a lo largo de su fértil historia editorial: su apocada identidad civil secreta, su inexperta mocedad paleta, la emancipada novia metomentodo, el primer y pueblerino amor no consumado, la superpariente sexy, la fiel supermascota, el genial archienemigo, el refugio inaccesible y recóndito, la sala de los trofeos imposibles, la humilde granja natal, la cooperación ocasional con el superdetective nocturno, el superequipo definitivo, el travieso duende dimensional, el alter ego negativo, la grotesca copia defectuosa, la custodia de la ciudad reducida, la cárcel fantástica sin escapatoria, etc. Una vez reunidos y ligeramente transfigurados los elementos fundamentales del cosmos de Superman, Moore los manipula y combina a su antojo otorgando al conjunto un falso aire de ingenuidad, pero siempre reordenando las piezas más significativas con sabiduría, pertinencia y afán revelador.

El brillante juego de recreación metalingüística en el que se hace entrar a estos arquetipos genéricos alcanza su momento culminante justo al comenzar la historia, cuando la versión de Supreme al estilo sobremusculado de los noventa llega, ignorando la causa, a una extraña megalópolis situada en un punto indeterminado de una dimensión ignota donde son abandonadas, como en un alocado limbo pop, las distintas recreaciones de Supremes que las sucesivas revisiones editoriales y el desinterés del público joven han tornado obsoletas. Esa suprema ciudad-pastiche, erigida en un grandilocuente estilo futurista, concentra todo el imaginario pasado de moda del héroe, tanto los más longevos aciertos canónicos que tuvieron éxito en su día como los más risibles y fracasados experimentos que se hundieron precipitadamente en el olvido. Hay que destacar también, como otro feliz hallazgo de Moore, la estupenda idea de ir intercalando entre las diversas ramas de la trama principal una serie de historietas cortas autoconclusivas que contrastan con la manera típicamente noventera de la línea central, por estar dibujadas y escritas por los autores imitando deliberadamente los usos formales y temáticos de los comics de muy distintas y significativas épocas anteriores. La imitación no sólo es espléndida sino que llega a mejorar los estilos originales sin introducir por ello ningún ingrediente ajeno a la década evocada, y, para todo aquel que de niño leyera las reediciones de añejas aventuras de Superman o Batman, su lectura constituirá una permanente y gozosa sorpresa. De esta forma se logra, a través de los viejos  y ficticios episodios narrados durante estos paréntesis anacrónicos, dotar de una sólida entidad a la historia que transcurre en el presente, conferirle un enriquecedor y muy sugerente trasfondo, evocar un amplio universo centenario en realidad inexistente, al mismo tiempo que la vida de Supreme se remite a la de Superman y se entrelazan los sucesos y personajes con las demás referencias superheroicas que posee el lector corriente. Este recomendable título menor de Moore, en el que el autor se atreve a abordar sutilmente temas tan extraños al comic como la propia historia del comic, es recorrido de principio a fin por un reparador soplo de aire fresco, libre y jubiloso, como si el longevo héroe del pulp estuviera renaciendo ante nuestros asombrados ojos y tuviéramos la fortuna de estar leyendo por primera vez sus increíbles aventuras. Algo similar trataron de hacer los autores de All Star Superman, aunque en mi opinión —que contradice el hiperbólico juicio de la mayor parte de los fans del hombre de acero— con mucho menor acierto, complejidad y estratos de lectura que Moore; principalmente porque en esa inteligente y eficaz vuelta a la magia de los pioneros se esquivó el problema de la distancia crítica y la correlativa reflexión metagenérica. Supreme no se reduce a la recuperación nostálgica del pasado, lo que lo convertiría en un ejercicio de estilo retro sin mucho interés y, desde luego, de un valor escaso, sino que, como explica el propio Moore en unas iluminadoras palabras, intenta ofrecer “una forma de enfrentar lo retro a lo contemporáneo”, el encandilamiento y las rarezas de los elegantes comics primitivos al vigor y el extremismo que demandan unos jóvenes acostumbrados a las dinámicas formas del manga. No sólo lo intenta sino que, a mi juicio, lo consigue con creces, pues de no ser así no me hubiera alargado con tal crueldad para con el impaciente lector medio de reseñas de comic; ese orondo individuo con déficit de atención y problemas de comprensión lectora que fantasea con implantarse un esqueleto de adamantium y abusar del cadáver de Gwen Stacy.

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